Villa Traful es una población pequeña anclada en el sur de los Andes, con alrededor de solo 1000 pobladores que en su mayoría viven del trabajo del campo, resulta un lugar en el que aún se puede encontrar esa magia de los espacios que conservan tradiciones gauchas patagónicas. Esta población, exenta del barullo de los turistas, está fuera del recorrido usual de los visitantes de esta zona argentina, y no porque le falte belleza, sino porque, al estar alejada de la ruta de los 7 lagos, quienes transitan por estos espacios deben hacer un esfuerzo extra para llegar a ella. Que esté fuera de la mirada turística, que haya que recorrer terrenos de ripio para alcanzarla, y que esté al borde del lago Traful, uno de los más hermosos de la zona, la hacía ante nuestra mirada viajera un punto especial al qué ir y mucho mejor a bordo de una bicicleta.
Llegar hasta allí no fue fácil, partimos desde Villa Llanquin a recorrer los 60 kilómetros que nos separaban de su encuentro, el camino empinado y la gran afluencia de autos que ese día transitaban como si fuera una carrera de rally, tirándonos polvo y piedras en la cara mientras nos cegaban la visión, lo hicieron un reto nada despreciable. Llegamos mucho más tarde de lo planificado, después de intentar desistir y luego de que un banano que nos regalaron en el camino nos hiciera las veces de gasolina dándonos la fuerza suficiente para el cometido.
La ruta estuvo llena de sorpresas que jamás vamos a olvidar: la tremenda parranda en la que estaba envuelta la población celebrando las fiestas tradicionales casi en deceso después de dos años de pandemia, las largas filas de autos circulando por una ruta que sabíamos de antemano no era muy transitada, adquirieron sentido de inmediato; también el caos típico de un pueblo en fiestas, gente con grandes vasos de fernet hablando fuerte, el olor de asado a las 10 de las noche, los vestuarios típicos con los que veíamos a la gente engalanada y por supuesto, como no puede faltar en un evento de pueblo de esa magnitud, el sonido del acordeón al son de chamamé llenando las 6 calles de Villa Traful.
Nosotros, como todos, somos gente con un paquete de privilegios y carencias a cuestas, esa noche el privilegio tuvo forma de suerte. Viajar en bicicleta es, por supuesto, mucho más incómodo que hacerlo en nuestra combi, una de esos temas a solucionar cada día es encontrar donde dormir, que no siempre resulta amable o fácil, mucho menos si llegas a un lugar con poca preparación para el turismo y lleno de gente enfiestada, no teníamos la menor idea de donde quedarnos, tirar carpa por ahí era imposible, los rincones ya estaban llenos de gente ebria o en proceso de estarlo, seguíamos en el lema de no pagar campings y aunque hubiéramos querido, todos estaban abarrotados y aquí entra la suerte, o quizá el juego de sincronicidades que nos acompaña siempre, que nos trajo a la Martina, una mujer local que nos salvó la noche dándonos un pequeño espacio en su patio para dormir, aunque dormir esa noche fuera casi una quimera.
A donde fueras hicieras lo que vieras. No quedaba otra que dejar las cosas seguras en casa de Martina e irse a la juerga, a terminar la fuerza que tenían las piernas. Esa noche aprendimos a bailar chamamé, nos embriagamos sin mucho esfuerzo con Fernet y obviamente comimos asado mientras alucinábamos con los trajes y los rostros de esa población tan nueva para nuestros ojos; es hermoso dejarse llenar del asombro de las nuevas cosas, de los nuevos acentos, esa noche entendimos algo a través de la música: hay una especie de unión entre colombianos y argentinos dada por la cumbia, en esta parte del mundo las mismas canciones con las que crecimos en nuestra tierra eran cantadas en otro ritmo, con otros instrumentos y danzadas en otras formas, pero con la misma energía y emoción popular que en cualquier pueblo colombiano.
La fiesta para nosotros acabo esa noche, pero no su resaca, con la que tuvimos que lidiar la mañana siguiente. No se puede decir que entremos en el canon de deportistas juiciosos de esos que cuidan su cuerpo y se levantan temprano para agarrar ruta, nosotros vamos a nuestro ritmo y al que nos proponen los caminos, así que despertamos tarde y volvimos a la feria popular a la que nos habían invitado, aquí hay algo que cabe acotar, y es que ser colombianos y viajar en bici representan una especie de llave mágica que abre las puertas de los corazones argentinos, es casi macondiano cómo la gente se emociona con nuestra nacionalidad, cuando uno viaja le pertenece al mundo, pero el mundo decide a que etiqueta le perteneces, en Villa Traful nos invitaron a comer, nos ofrecieron sus espacios, sus anécdotas y sus tradiciones, ese día descubrimos por primera vez una jineteada, un espectáculo un poco extravagante en donde jinetes se preparan para montar caballos salvajes intentando domarlos y estar el mayor tiempo posible en su lomo, el espectáculo es por lo menos impactante, los cuerpos caen pesadamente al polvo en menos de 30 segundos, tirados por la fuerza y el desespero de los caballos que quieren sacárselos de encima; mientras caen, desde los palcos la gente reza, se agarra la cabeza y hace un silencio que parece eterno hasta el que jinete se levanta ileso mostrando la integridad de sus huesos y el alcance de su valentía, entonces el público se exalta, grita y aplaude la suerte del jinete de haber esquivado cuando menos una rotura de huesos.
Mientras los jinetes se sacudían el polvo, nosotros nos sacudíamos los restos de Fernet de la noche anterior y nos preparábamos para partir, la idea era encarar la huella Andina, una mítica ruta de trekking que atraviesa 3 parques naturales del sur de Argentina, de la que poco teníamos idea y de la que no sabíamos con claridad si se podría lograr en bicicleta, pero para la que nos sobraban las ansias de iniciar, para lograrlo decidimos terminar el día durmiendo frente al lago Traful, es importante hacer notar al lector que en la Patagonia está prohibido dormir frente a las lagunas, a menos que sea en sitios preparados para ello, sin embargo nosotros no somos seres de seguir mucho las reglas, así que después de pedalear unos 8 kilómetros hasta encontrar un lugar donde pernoctar frente al lago, instalamos sigilosamente la carpa ya de noche y vimos la vía láctea aparecer frente a nuestros ojos, cobijándonos lejos de la fiesta, la gente, el barullo de las celebraciones que seguían y descansando, sin saber que el siguiente día rendiríamos cuentas a la montaña por el atrevimiento de entrar a la huella andina en bicicleta y sin la preparación necesaria para esa empresa.